sábado, 10 de enero de 2015

Angélica

Oscuros y sepias se pueden observar desde aquella esquina. Paredes rotas con rutas accidentas, pintura seca y destruida por los años de ausencia de luz son las imágenes que tiene al despertar cada día o noche.  En el lado opuesto a donde se encuentra, se ve juguetes para menores de  seis años, casi sin color y gastados. Un poco más allá, una o dos mantas, no se puede distinguir muy bien.  Si se atraviesa la puerta marrón de madera pesada de la habitación, se encuentra un pasadizo largo que se conecta al comedor, en donde se encuentra el padre y la madre de aquella joven. Ambos sentados, uno al frente del otro, sin pronunciar palabras, sin mirarse, están comiendo, como todas las tardes.

Horas más tarde, el padre y la madre se encontraban en su sala mirando en la televisión un programa religioso como era de costumbre, entonces el hombre pronunció lo siguiente a un volumen colosal:

-Mujer, ya es hora de alimentar a Angélica. – mientras lo decía, no la observaba. Fue dicho como un mandato.
-Sí, esposo – afirmó ella con mucho recelo, sin levantar la mirada, cansada por los quehaceres diarios en el hogar.

Mientras servía una carne fría y un poco de arroz, el esposo decidió tomar un vino para reposar lo que él había degustado en el almuerzo. La madre se dirigió hacia aquella habitación, caminó todo ese pasadizo con pasos pequeños y lentos, eran unas pisadas leves buscando no ser oídas. Tocó la puerta y ante eso, la hija respondió con un suave sonido, como de una bebé. Entró a la habitación, dejó la puerta entreabierta, camino seis pasos y se agachó para dejar el plato de comida: su hija se acercó, tomó su brazo, la miró fijamente por un sinfín de segundos con aquellos ojos profundos. Esos ojos la hicieron entrar en retrospectiva a la madre; ella sentía que era su deber, era su deber hablarle, no lo hacía hace mucho tiempo.

-Angélica, hija, debes comer, no es momento de jugar, tienes que alimentarte, son las dos de la tarde.
-Comer no querer, mamá, salir… querer salir.
-Basta, sabes que si te escucha tu padre, nos veremos en un apuro. Necesito que comas. Tocas la puerta al terminar como siempre.
- Salir, mamá… salir. – Decía la joven mirando sus juguetes.
- Querida, ya tienes 15 años, no podemos seguir con estas niñerías, sabes que te tienes que quedar. Tu padre así lo decidió y nada va a hacer que cambie de opinión. Necesito que seas una niña buena para que, así, tu padre y yo estemos orgullosos de ti. No quiero más problemas, Angélica.

La joven no podía responder a tales demandas, la miraba atónita, no comprendía muchas palabras que su madre estaba pronunciando, lo único que deseaba era salir de esa habitación. La madre, por otro lado, seguía con su discurso sin mirarla a los ojos.

- Necesito que aprendas a entenderme. Estoy cansada de seguir con esta vida, Angélica, no comprendo el porqué tuviste que nacer mujer. Si hubieras nacido varón, solo si eso hubiera pasado, todo habría sido distinto, nada de esto estaría pasando. Ya han pasado muchos años y si te hablo, hija, es porque deseo que tengas una vida digna, que puedas escapar de aquí, que tú tengas una vida normal como se supone que yo la tengo. Es muy difícil, ¿sabes?, no sé cómo ayudarte. Hija, ¿me estás comprendiendo?

La hija solo atinó a mover la cabeza afirmando, aunque lo que entendía era algo parcial.

- Necesito que corras y que escapes y que no mires la puerta y no voltees nunca más.

El padre, que se encontraba en la sala, había notado una diferencia: el tiempo de demora de su esposa era más prolongado que lo normal. Volteó para tratar de observar que ocurría al final del pasadizo, pero no notaba algo distinto. Tomó su bastón y empezó a caminar lentamente sin hacer ruido alguno. Él quería saber si había ocurrido algo con Angélica, su hija. Continuó caminando hasta que encontró la puerta entreabierta. Del otro lado, se encontraba la hija observando la puerta insegura sin saber si debía correr como decía su madre o si debía quedarse, ya que podrían atraparla de todas formas: la madre se encontraba en la esquina opuesta con los juguetes, observándolos, al borde de las lágrimas. El padre abrió la puerta con el bastón, observó a su hija cerca de la puerta y a su mujer muy lejos. Pegó un grito. Angélica no sabía que ocurría.

Allí se encontraba él, mirándola, después del grito. Ella observaba los zapatos desiguales de su padre, no podía alzar la mirada, sentía un frío ardiente que carcomía todos sus sentidos dándole inestabilidad. La angustia albergaba su entorno, todo se veía azul, se derretía el espacio, ella quería escapar pero no sabía si podría lograrlo. Iba a correr, pero ahí estaba él, con su bastón, plantado, con aquellos pantalones color caqui que como nunca estaban limpios, con una camisa blanca, símbolo de la perfección. Su rostro, no se podía negar que era un toro embravecido, con ganas de matar a su siguiente víctima, con mirada amenazante, con la nariz llena de humo, con ese olor amargo a vino, a embriaguez.

Quise arrepentirme de mi decisión, quise negar la ayuda que había proporcionado, pero ya era muy tarde, me sentía aturdida.

-No comprender lo pasar, yo querer… juguetes… querer… salir. - Balbuceaba Angélica entre confusión y al borde del llanto.

El padre empezó a apuntar con su bastón a la hija, mientras que entre gritos decía que le debía la vida y todo lo que tenía, que seguía siendo un animal. Me vas a pagar todos tus desplantes, Angélica, pero no eres la única culpable aquí. Entonces, se acercó con su bastón en mano hacia la madre, la apuntó, dio una vuelta y no tropezó. Se dirigió hacia la puerta apuntando con su bastón a estas dos criaturas, balbuceando, vociferando. Las observó y pronunció:

-Nunca más verán la luz del día.


Cerró la puerta.

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