Oscuros
y sepias se pueden observar desde aquella esquina. Paredes rotas con rutas
accidentas, pintura seca y destruida por los años de ausencia de luz son las
imágenes que tiene al despertar cada día o noche. En el lado opuesto a donde se encuentra, se
ve juguetes para menores de seis años, casi
sin color y gastados. Un poco más allá, una o dos mantas, no se puede
distinguir muy bien. Si se atraviesa la
puerta marrón de madera pesada de la habitación, se encuentra un pasadizo largo
que se conecta al comedor, en donde se encuentra el padre y la madre de aquella
joven. Ambos sentados, uno al frente del otro, sin pronunciar palabras, sin
mirarse, están comiendo, como todas las tardes.
Horas
más tarde, el padre y la madre se encontraban en su sala mirando en la
televisión un programa religioso como era de costumbre, entonces el hombre
pronunció lo siguiente a un volumen colosal:
-Mujer,
ya es hora de alimentar a Angélica. – mientras lo decía, no la observaba. Fue
dicho como un mandato.
-Sí,
esposo – afirmó ella con mucho recelo, sin levantar la mirada, cansada por los
quehaceres diarios en el hogar.
Mientras
servía una carne fría y un poco de arroz, el esposo decidió tomar un vino para
reposar lo que él había degustado en el almuerzo. La madre se dirigió hacia
aquella habitación, caminó todo ese pasadizo con pasos pequeños y lentos, eran
unas pisadas leves buscando no ser oídas. Tocó la puerta y ante eso, la hija
respondió con un suave sonido, como de una bebé. Entró a la habitación, dejó la
puerta entreabierta, camino seis pasos y se agachó para dejar el plato de
comida: su hija se acercó, tomó su brazo, la miró fijamente por un sinfín de
segundos con aquellos ojos profundos. Esos ojos la hicieron entrar en
retrospectiva a la madre; ella sentía que era su deber, era su deber hablarle,
no lo hacía hace mucho tiempo.
-Angélica,
hija, debes comer, no es momento de jugar, tienes que alimentarte, son las dos
de la tarde.
-Comer
no querer, mamá, salir… querer salir.
-Basta,
sabes que si te escucha tu padre, nos veremos en un apuro. Necesito que comas.
Tocas la puerta al terminar como siempre.
-
Salir, mamá… salir. – Decía la joven mirando sus juguetes.
-
Querida, ya tienes 15 años, no podemos seguir con estas niñerías, sabes que te
tienes que quedar. Tu padre así lo decidió y nada va a hacer que cambie de
opinión. Necesito que seas una niña buena para que, así, tu padre y yo estemos
orgullosos de ti. No quiero más problemas, Angélica.
La
joven no podía responder a tales demandas, la miraba atónita, no comprendía
muchas palabras que su madre estaba pronunciando, lo único que deseaba era
salir de esa habitación. La madre, por otro lado, seguía con su discurso sin
mirarla a los ojos.
-
Necesito que aprendas a entenderme. Estoy cansada de seguir con esta vida,
Angélica, no comprendo el porqué tuviste que nacer mujer. Si hubieras nacido varón,
solo si eso hubiera pasado, todo habría sido distinto, nada de esto estaría
pasando. Ya han pasado muchos años y si te hablo, hija, es porque deseo que
tengas una vida digna, que puedas escapar de aquí, que tú tengas una vida normal
como se supone que yo la tengo. Es muy difícil, ¿sabes?, no sé cómo ayudarte.
Hija, ¿me estás comprendiendo?
La
hija solo atinó a mover la cabeza afirmando, aunque lo que entendía era algo
parcial.
-
Necesito que corras y que escapes y que no mires la puerta y no voltees nunca
más.
El
padre, que se encontraba en la sala, había notado una diferencia: el tiempo de
demora de su esposa era más prolongado que lo normal. Volteó para tratar de
observar que ocurría al final del pasadizo, pero no notaba algo distinto. Tomó
su bastón y empezó a caminar lentamente sin hacer ruido alguno. Él quería saber
si había ocurrido algo con Angélica, su hija. Continuó caminando hasta que
encontró la puerta entreabierta. Del otro lado, se encontraba la hija
observando la puerta insegura sin saber si debía correr como decía su madre o
si debía quedarse, ya que podrían atraparla de todas formas: la madre se
encontraba en la esquina opuesta con los juguetes, observándolos, al borde de las
lágrimas. El padre abrió la puerta con el bastón, observó a su hija cerca de la
puerta y a su mujer muy lejos. Pegó un grito. Angélica no sabía que ocurría.
Allí
se encontraba él, mirándola, después del grito. Ella observaba los zapatos
desiguales de su padre, no podía alzar la mirada, sentía un frío ardiente que carcomía
todos sus sentidos dándole inestabilidad. La angustia albergaba su entorno,
todo se veía azul, se derretía el espacio, ella quería escapar pero no sabía si
podría lograrlo. Iba a correr, pero ahí estaba él, con su bastón, plantado, con
aquellos pantalones color caqui que como nunca estaban limpios, con una camisa
blanca, símbolo de la perfección. Su rostro, no se podía negar que era un toro
embravecido, con ganas de matar a su siguiente víctima, con mirada amenazante,
con la nariz llena de humo, con ese olor amargo a vino, a embriaguez.
Quise
arrepentirme de mi decisión, quise negar la ayuda que había proporcionado, pero
ya era muy tarde, me sentía aturdida.
-No
comprender lo pasar, yo querer… juguetes… querer… salir. - Balbuceaba Angélica
entre confusión y al borde del llanto.
El
padre empezó a apuntar con su bastón a la hija, mientras que entre gritos decía
que le debía la vida y todo lo que tenía, que seguía siendo un animal. Me vas a
pagar todos tus desplantes, Angélica, pero no eres la única culpable aquí.
Entonces, se acercó con su bastón en mano hacia la madre, la apuntó, dio una
vuelta y no tropezó. Se dirigió hacia la puerta apuntando con su bastón a estas
dos criaturas, balbuceando, vociferando. Las observó y pronunció:
-Nunca
más verán la luz del día.
Cerró
la puerta.